Hace
ya mucho tiempo que renunció a mirar el calendario. Los enfermos no tienen
domingos, como no tienen lunes ni viernes. La ventana se empeña en hacer pasar
los días con su carrusel de claroscuros, pero a él ya poco le importa. Ni
siquiera lo oculta cuando una o dos veces al mes recibe la visita de ese grupo, mezcla de personas cercanas y ajenas, más preocupadas por su testamento que por
su estado. Cuando se marchan, no consigue evitar maldecir el escaso
entendimiento que demuestran, puesto que mientras esperan su muerte para iniciar la rapiña
están desperdiciando el verdadero legado: todos esos días a los que ha
renunciado para dárselos a ellos.
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