Llamaron a la puerta, y solo la
insistencia de un segundo timbrazo le hizo sobreponerse a la pereza. Desconfiaba
de aquellas personas que no revelaran el código Morse de los habituales de esa
casa al tocar tres veces seguidas. Por eso acercó el ojo a la mirilla, y a
través de su protector ojo de pez pudo observar un grupo numeroso. Los años,
agolpados en el rellano, se presentaban cargando con olores, conciertos y
viajes en sus brazos. Cuando estaba a punto de asir el pomo del picaporte, se
frenó, intentando hacer el menor ruido posible, esperando ahuyentar a los
visitantes. Tras algo más de un minuto, estos se dirigieron a la puerta de al
lado, que se abrió antes de que pusieran el dedo en el timbre. Pensó que en esa
casa seguramente los aprovecharían mejor. Desde hace mucho tiempo a él ya no
tenían ninguna oferta interesante que hacerle.
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