Es muy raro ver que envuelva su sonrisa
en un paréntesis. En esta ocasión lo ha hecho para tratar de concentrarse más
en sus pesquisas, con las que intenta encontrar algunos momentos que se
conviertan en motivos para reforzar su suposición. Él la mira con esos ojos a
los que aún les queda mucho para acabar de derramarse por esa fina cara, y con
sus primarios métodos comunicativos intenta recordarle que le devolvió el balón
todas las veces que se lo lanzó, que su mano fue el cuenco de sus lágrimas
cuando se rozó con la arena del parque, que su voz cuenta los cuentos más
bonitos que la de la señora que vive en el ordenador, que sus besos de buenas
noches son como esponjitas que limpian la tristeza de su frente o que si no
acaricia más su mejilla es porque le da vergüenza no tener unas manos tan suaves
como las suyas. Ella tarda en darse cuenta, hasta que el zarandeo del tren hace
que se deshaga del paréntesis que enclaustraba su sonrisa y entienda, por fin,
lo que aquellos ojos diminutos querían decirle.
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