No dejamos que se desparrame por el
suelo ni que la absorba la tierra sedienta. La acumulamos con ansía primitiva,
en las bolsas que el tiempo va agrandando sin piedad bajo nuestros ojos.
Sabemos que somos ella y por eso somos tan reacios a escaparnos de nosotros
mismos. Abarcamos cuanto podemos en las calas que talla el tiempo y adiestra la
vida, como si el escozor en su brote lo produjeran afilados diamantes en lugar
de la salada impotencia. Sin embargo, a pesar de toda esa lucha, la debilidad
nos recuerda de cuando en cuando que no podemos frenar el ciclo. Los ojos solo
responden a su lugar en la cadena, después de que los dientes apretados, los
puños cerrados, la garganta encogida y el corazón desbocada hayan dicho basta. Y
fluye el agua, y nos escuece, y nos reseca las mejillas, y anega nuestros
anhelos, y limpia el camino de una necesidad irrechazable, y las gotas caen… Y,
con el tiempo, reconocemos la calma que trae el olor a lluvia.
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