Ha conseguido llegar a tiempo a la
estación a pesar del tráfico, que no tiene vacaciones ni en agosto. Tras unas
vueltas y varias consultas a carteles a veces contradictorios, ha conseguido
encontrar la puerta por la que saldrá. Después de cerca de diez minutos, en los
que decenas de rostros importantes para otros se han desenfocado ante él, la ha
visto. Viene medio cojeando por el efecto de una ampolla en su pie izquierdo,
con el cuello enrojecido por el exceso de sol y unas blanquecinas tiras
delatoras del bikini. Menos pronunciadas que otras veces, sus ojeras han vuelto
con ella, algo que no parecen haber hecho las gafas de sol en vista del gesto
arrugado que trae para que no le molesten los reflejos de la recargadísima
iluminación en sus ojos. En ese punto, nada le reprime sus ganas de correr
hacia ella, quien le mira con gran extrañeza ante ese gesto. Lo que ella no
entiende es que donde otros verían una princesa, una diosa o un hada, él ve un
cuello enrojecido, unas tiras blanquecinas, unas ojeras y un gesto arrugado. Y
es lo que más le gusta en el mundo.
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