Él la veía huir dejando tras de sí el
ruido del desprecio inyectado en el motor. Mantuvo su mirada fija hasta que el
horizonte acabó de absorber el coche. No quiso taparse los ojos ni agachar la
cabeza ni darse la vuelta. Al fin y al cabo, el orgullo se había quedado para
darle palmaditas en la espalda.
—No eres mal compañero
—pensó—, aunque a veces no debería hacerte caso.
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