Quiere subir a su buhardilla pero los
pitidos no dejan de sonar. Cree que ya ha dado todas las respuestas, que el
volumen se debería atemperar. Sin embargo, los avisos continúan. Mira y remira
la pantalla hasta que termina por despreocuparse. Si no han recibido sus
señales no tardarán en hacérselo saber. La buhardilla sigue estando a unos
pasos, tan lejos que por el camino siempre hay tiempo de soñar que sus paredes
están hechas de poesía y que todo el mundo paga la entrada para verlas como si
fueran las de un museo. Dice que no tiene casa pero la buhardilla es suya. De
ella, de ellos, de sus ellas y de sus ellos y, a veces, también un poco
nuestra.
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